Manuel Gallardo era sindicalista. Parece una obviedad. No lo es. No un sindicalista cualquiera. Y no tanto por las responsabilidades que asumió en la SEAT o en la federación metalúrgica de la UGT de Catalunya. Sino porque en él se concentraba esa sabiduría que sólo es posible adquirir a base de experiencia e inteligencia. Gallardo era un sindicalista de esos que saben interpretar a la perfección las aspiraciones de los trabajadores y las trabajadoras, sus necesidades, su estado de ánimo y también sus límites. Un dirigente de esos que saben que los éxitos nacen de la perfecta combinación de la determinación en los objetivos y la generosidad en su negociación. De los que saben que no hay acuerdo sin presión, ni presión sin sacrificio. Y que los buenos acuerdos son los que se han trabajado de forma casi ritual. Mi compañero Gallardo manejaba los tempos como nadie. Sabía cuando había que apretar y cuando era recomendable ceder.
Era un sindicalista de los que piensan que los trabajadores y las trabajadoras son empresa como lo es la dirección. Muy alejado de aquellos que por principios y de manera infantil entienden que el perjuicio de la empresa es el beneficio del trabajador, Gallardo negociaba duramente el reparto de las plusvalías, por utilizar términos clásicos, a la vez que era capaz de asumir un reparto justo de los sacrificios cuando el futuro de una fábrica estaba en juego. Por eso se entendía a la perfección con los sindicalistas del IG Metall, el sindicato metalúrgico alemán, del que siempre llevaba la insignia. Su grado de conexión con ellos era muy importante y me consta que su pérdida también ha sido muy sentida por los sindicalistas alemanes, con los que colaboró intensamente en la Volkswagen.
Mi amigo Manuel Gallardo era de la vieja escuela, por qué no decirlo. De aquellos ugetistas que no entendían el compromiso sindical sin el compromiso político en su partido, el de toda la vida. Eso sí, alejado de cualquier sectarismo estéril. Su capacidad para dialogar y para entenderse con otras maneras de pensar y otros intereses, a veces muy contrapuestos, era prodigiosa. Sabía encontrar aquel lugar común para afianzar un paso adelante que diera con la solución a un conflicto. Como nadie, sabía situar los objetivos compartidos y minimizar las diferencias para llegar a acuerdos. Porque Manuel Gallardo era una persona de altos ideales pero rabiosamente apegado a la realidad. Un pragmático que sabía que a la meta se llega avanzando y que no se llega con atajos ni sin la correspondiente inversión colectiva en forma de esfuerzo.
Si antes he dicho que Gallardo era de la vieja escuela, era un clásico, ahora afirmo que fue un innovador en el terreno de la negociación colectiva. Le tocaron vivir momentos muy difíciles al frente del comité de la SEAT y también le tocó vivir la primera oleada de deslocalizaciones cuando las empresas abandonaban el país simplemente porque los salarios y los impuestos eran mucho más bajos en otros países. Gallardo fue el que empezó a negociar los contratos relevo en la SEAT, que luego se han extendido a otras empresas y sectores, así como las bolsas de horas para flexibilizar la jornada en función de las necesidades de producción. Pero también fue capaz de imponer planes sociales de formación y recolocación a aquellas empresas que decidían bajar la persiana en Catalunya para ubicarse en otras realidades económicas.
Gallardo era un tipo sabio, combativo y dialogante. Inteligente y comprometido. Un caudal de vitalidad y optimismo en unos tiempos en que vale tanto su experiencia acumulada como el convencimiento de que si una vez lo conseguimos, lo podemos volver a hacer. Ese era Gallardo, mi estimado compañero Gallardo.