Más que previsiblemente, el gobierno que preside Mariano Rajoy aprovechará el Consejo de Ministros de este viernes para impulsar una reforma fiscal con la que pretende, según parece, cumplir con su compromiso electoral de rebajar la subida del IRPF y, por otro lado, estimular la economía bajando impuestos a empresas y particulares. Bien…
No obstante, y teniendo en cuenta la trayectoria de perjuicios que las clases medias y las populares hemos tenido que sufrir durante la crisis, especialmente durante los casi tres años de gobierno del PP, me temo que asistiremos a la aprobación de una reforma fiscal que no hará más que ahondar más si cabe la brecha entre ricos y pobres. Una de las lecciones que hemos aprendido bien de esta crisis es que los poderosos, los ricos, esas 20 personas que atesoran la misma riqueza que el 20% de la ciudadanía española, no sólo no han asumido ningún sacrificio derivado del desastre económico, sino que aún les ha ido mejor. Y uno de los motivos, posiblemente el más importante, es que el sistema fiscal en España es profundamente injusto, desequilibrado y permite que en este país coticen más las rentas del trabajo que las rentas del capital y de la especulación financiera.
Las clases medias, sobre todo, han tenido que soportar el peso fiscal de nuestra economía mientras el gobierno decretaba una amnistía fiscal para defraudadores y evasores que, por cierto, se ha saldado con un rotundo fracaso de ingresos extras para el Estado. Mientras Montoro seguía con sus chascarrillos por un lado, por el otro seguía permitiendo que las SICAV (sociedades patrimoniales) tributaran al 1%, con la excusa de no alejar a los capitales de nuestro país. Hemos visto durante este tiempo como el gobierno ha preferido aumentar los impuestos indirectos como el IVA, que penalizan el consumo independientemente de la renta, para circunvalar una restructuración de la fiscalidad que obligara a las rentas más altas a asumir un mayor sacrificio tributario para el sostenimiento de los servicios públicos y así evitar los recortes impuestos por la Troika y aplaudidos por la derecha y los sectores más ultraliberales.
El caso es que este gobierno, consecuente con toda la trompetería que anuncia la salida de recensión y también de la crisis, tiene que bajar los impuestos para demostrar que la propaganda es cierta, aunque no lo sea. Para animar el consumo y estimular la demanda interna, como si la precariedad laboral no hiciera de enorme contrapeso en ese objetivo. Para estimular que las empresas contraten, aumentando sus beneficios, aunque sepan a ciencia cierta que el ajuste en las empresas ha corrido a cargo de los salarios y las plantillas en exclusiva, y no del beneficio industrial.
Aun así, no esperemos de esta reforma fiscal anunciada ni el más mínimo atisbo de justicia, progresividad ni ponderación. La bajada porcentual será generalizada, seguramente, pero ese porcentaje en euros representará mucho menos para los salarios más humildes que lo que supondrá para los más altos. No esperemos que se adopten medidas decididas contra el fraude fiscal, que tal y como repite y repite la organización de inspectores de Hacienda, se da fundamentalmente entre las grandes corporaciones y los grandes fondos de inversión.
Eso sí, a partir de ahora se incrementará la fiscalidad aplicada a las indemnizaciones por despido, por encima de un mínimo exento de 2.000 euros por año trabajado. Hacienda irrumpe así, como un elefante en una cacharrería, en la ya difícil negociación de los expedientes de rescisión de contrato. Pierdes el trabajo y pierdes dinero de la indemnización. Demencial.