A veces caemos en el error de pensar que la legalidad vigente no es el reflejo de un modelo de sociedad, de sus valores y de sus principios éticos y morales. Nos olvidamos, o nos hacen olvidar, que el conjunto de normas jurídicas que conforman nuestro sistema legal son la consecuencia del conflicto entre intereses complementarios o antagónicos; el resultado de un juego de mayorías sociales, protección de la singularidad y poderes fácticos. En todo caso, conviene no cometer la imprudencia de sacralizar las leyes, en la medida que deben estar sujetas a los cambios que la sociedad en su conjunto demande, a la evolución y las necesidades que deba afrontar un país y a su vigencia en relación con el interés general. Por lo tanto, no conviene desconectar el sistema legal del ejercicio del poder, democrático o no.
Y eso es precisamente lo que está haciendo el gobierno del Partido Popular. Intentar que sus reformas legales tengan una apariencia política, económica y ética aséptica. Cuando, en la realidad, los cambios que está introduciendo en el marco legal tienen una enorme profundidad ideológica y trascendencia social.
Éste es el caso del Proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana que ha impulsado el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón. En aras de defender los derechos y las libertades de los ciudadanos, esta reforma implicará de aprobarse un férreo blindaje para los poderosos. Con su propuesta de nuevos tipos delictivos y de incremento de las penas económicas y carcelarias contra los que se manifiesten o graven imágenes de los cuerpos y fuerzas de seguridad, el Partido Popular está haciendo dos cosas. Por un lado, dotar al Estado de elementos legales para afrontar un creciente clima de conflictividad social fruto de sus políticas de desmantelamiento del Estado del Bienestar, merma de derechos sociales y laborales, y privatización de derechos. Y por otro lado, crear las condiciones a través de la legalidad para la configuración de una sociedad resignada, pasiva, que no asuma el riesgo que significa la lucha social por un futuro digno, cuando las puertas del diálogo y el pacto se cierran una detrás de otra.
Pero este proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana no es un cabo suelto. Forma parte de toda una estrategia política, económica y legal para desproveer a la ciudadanía de mecanismos de defensa jurídica que la ampare en sus derechos fundamentales. En esa misma dirección apuntaba la creación de tasas judiciales. El verdadero objetivo no es racionalizar el recurso a la justicia, sino disuadir por la vía de la penalización económica del uso de la justicia como servicio público esencial.
Es imposible no ver en todos estos cambios un sesgo de clase. El gobierno del Partido Popular está reformando el Código Penal desde unos supuestos de clase social. O dicho de otra manera, la derecha española está ajustando el Código Penal para ajustarlo a la necesidades de un Estado que, más que previsiblemente, tendrá que afrontar la reacción de una sociedad que se resiste a que le roben lo que es suyo y de una élite extractiva que quiere protegerse de ese conflicto asegurando sus privilegios, su patrimonio y su bienestar. Es esa élite la que pretende convertir, de la mano del Partido Popular, la seguridad pública en su servicio privado de seguridad.
Lo malo es que no se le pueden poner puertas al campo. Cuando una sociedad es capaz de identificar sus objetivos -y la nuestra ya lo está haciendo- y es capaz de acumular la fuerza colectiva para perseguirlos -y la nuestra empieza a dar síntomas de estar en ello-, acaba consiguiendo que la norma se ajuste al interés general que representa. Tardaremos más o tardaremos menos, pero de nada le va a servir a esta minoría todopoderosa la reforma del Código Penal que el gobierno de Mariano Rajoy les sirve en bandeja.